Escucha,
Watson, y no te mosquees. Te prometo no volver a meterte en conflictos… El estado actual del cuartel y el de mi vida
van en paralelo y, so one… so one. Cuando el juicio de separación, mi abogado
consideró que deberíamos solicitar el testimonio del doctor Lorenzo Maza Sueta.
Era médico de familia. La madre de la
menor que me ayudaba con mis hijos había acudido, a él, para dar parte del
intento de violación que, Jacinto, había cometido, en mi casa. No tienes más
que leer los, dos, documentos oficiales…y hacer cábalas.
¡La
ma…! ¡Qué fuerte!
Y,
para suavizar el resquemor pasado…un vuelo a la memoria histórica…
Mi
abuelo tenía una huerta, allá, en la
Peña El Cuco. Durante el verano, una o dos
veces por semana, tocaba cosecha fresca y olorosa. Pimientitos por aquí…que si
unas cebolletas…un par de lechugas…Nunca faltó el ramo
de madreselvas para Flora.
¿Sabes,
Watson, quién le llevaba el almuerzo?
Caperucita
Roja…
Unas
veces, sí, y otras, el abuelo, me llamaba, Blanca Nieves…El camino que conducía
del centro de Castro-Urdiales, a la
Peña el Cuco era una explosión de vida, en su vaivén de
colores, olores y sabores. Seguía el caminito, hatillo en mano. Pasaba por Los
Hierros. Las inquietas olas rompían el silencio de las rocas que escupían
salitre, a diestro y siniestro, bañando el espacio azul de caloca y de brisa con sabor a marisco.
Un
poco antes de tomar el callejón que me llevaría a la huerta, estaba el
cuartelillo de la Guardia Civil.
Justo donde, hoy, ancla el Verivén. Era pequeñito y coqueto, con su bandera,
insignias… al lado, recuerdo la imagen
de un caballo negro, grande, muy grande, paciendo y resoplando. Subía a la Peña el Cuco y encontraba a
mi abuelo trabajando la tierra. Ora cavaba, ora arrancaba los rastrojos, otras,
amañaba la cosecha del día. En cuanto me veía, se paraba, quitaba la boina, se secaba
la frente y se sentaba en unas piedras. Hurgaba en el hatillo y…”Ven pa/ cá,
Caperucita…y toma, un cacho pan con queso…” Luego, seguía con sus quehaceres, y, yo, a pulular
por la huerta. Buscaba caracoles, madreselvas, zarzas y moras que pintaban de
morado manos, morros, vestido… ¡y la
leñe que me iba a propinar mi abuela! Las
lechugas, los pimientos, las cebollas, ocupaban su delimitado espacio.
Calabacines y calabazas esparcidas, las vainas y tomates trepando por sus guías.
Lo que más me gustaba de aquel afectivo rincón, antes de emigrar a Sao Paulo,
Brasil, era la separación de otras
huertas. Estaba hecha con piedras de irregular forma y tamaño, superpuestas. Y,
entre las piedras, una cascada de verde salpicada por diminutas florecillas
lilas. De mi vida son las más bellas. Hasta tal punto estaba engatusada por
aquellas pequeñas manifestación, de belleza campestre, que las recordé, una y
otra vez, cuando estaba lejos de mis abuelos, de mi infancia. Te aseguro, Wa,
que las buscaba cada vez que iba al Horto Florestal o a la Serra da Cantareira.
Estoy
en el Telecentro del Aula de Cultura
Eladio Laredo
Ordenador,
nº, 7
Wa, me había puesto en el ordenador nº, 5, y como en el cursor aparecía puesto, nº 17 me he cambiado de inmediato al nº, 7. ¿Quién es el ladrón que está en el puesto 17?
Fabiolo, Evangelina, Fabiolo y sus pololos...
Texto
y fotografía de:
María
Evangelina Cobo Zaballa
Castro-Urdiales
(Cantabria)