Decidí
ir a vivir fuera de Castro-Urdiales porque el ambiente generado por los cuatro
y el del tambor era insoportable. La canalla no se conformaba con meterse
conmigo. No. Todos, los que, ahora, tengo la oportunidad de denunciar se metían
con mi entraña. En la misma cartera estaban mezclados, los unos y los otros,
dibujando un arco iris de corrupción y de brutalidad increíbles.
Los
matones del pueblo mandaban a sus retoños que, tan delincuentes cuanto sus
padres, arreaban a mis hijos siempre que podían. Parte de la familia paterna y
materna trabajaban, en mi fábrica, gracias a que, yo, les había empleado. En
cambio, se sentían tías de, Jacinto Lococo, y, le defendían a capa y espada…
¡Ya sabéis la socorrida frase…esa... está loca!
La
familia paterna… ¡De terror!
Me
los desnudaban
Y
los examinaban
Como
si fueran la GESTAPO
Mi
suegra mi cuñada y las de ficha sus criadas
A
la carne de mi carne acosaban cuestionaban indagaban
Hienas
malvadas inspeccionaban sus infantiles trapos
Mientras
el cretino de Manolo Arenal Otero
Cual
vulgar despiadado hombre del saco
Les
preguntaba ¿a quién quieres más
A
tú mamá o a tú papá?
Y
vosotros… ¡malas pécoras!
Queréis
que olvide…
Que
olvide…
¡Ni
después de muerta!
¡Nunca!
¡Jamás!
A
mí, me hubiera gustado ir a vivir a Castellón de la Plana. Allí , vivía mi madre y
hermanos. En Grao de Castellón estaba muy bien relacionada y amparada por las
amistades, amistades que aún mantengo. Sin embargo no pudo ser. La ley no
permitía vivir lejos del conjugue.
Pacté
con Jacinto Lococo la compra de una vivienda, en las Arenas, a cambio, yo, le
dejaría vivir, en la vivienda que la sentencia de separación me había adjudicado y que era de gananciales.
Gracias, a la madre de una compañera de Deusto conseguí comprar un piso en las
Arenas por debajo de su precio real. Eran tiempos de bombas y de masacres y al
lado del piso en cuestión y frente a él estaban presentes dos sucursales francesas, la Renault y la Pegeaut.
El
lugar era ideal se veía la ría y se
escuchaba el vaivén del Gasolino, en su afán por llevar al obrero al tajo
diario sin demora. Estábamos anclados,
en la margen derecha del Nervión y cerquita del puente más elegante, el Puente
Colgante. La llamada zona de los señoritangos, de los ricos.
A
mí, que el dinero me sirve para vivir y que al haberme costado mucho ganarlo me cuidaba el no desperdiciarlo
por idioteces de apariencias, o, ¡que sé yo! de estupideces relacionadas con,
el abolengo, distinción jerárquica de comprar en Las Arenas, o, en Portugalete.
Después de comparar los precios de la margen derecha con los precios de la
margen izquierda, no lo pensé dos veces; las compras las haría en la margen
izquierda, o sea, en Portugalete. Me acuerdo como si fuera hoy, el precio del
kilo de carne de la misma calidad, en Las Arenas, valía ochocientas y pico
pesetas y en Portu, la mitad.
Dos
veces a la semana tomaba el Gasolino y me iba a hacer la compra a Portugalete.
Los jueves y sábados, al aire libre, contra viento y marea rodeando el quiosco de música y frente al
Hotel, vendían sus hortalizas, las basirretarras, “aldeanas y aldeanos”. Al
lado estaba la plaza del mercado, con sus puestos de carne, fruta, pescado. Las
tenderas gente amable y dicharachera. En
la plaza del mercado vendía queso fresco una conocida de Castro-Urdiales.
Portugalete era para mi como un pedacito de lo bueno que había dejado, en
Castro-Urdiales…
Una
de las mayores preocupaciones añadida a la compra de la casa y de la elección
de los colegios de mis hijos era proporcionarles el espacio adecuado para su
mejor adaptación al nuevo entorno. Se adaptaron sin problemas, cada uno de
ellos con amigos de su edad y de su nueva ciudad. Quiso la providencia que un
buen día que jamás olvidaré entrara a
tomar un café en el Hotel de Portugalete. Habían pasado casi dos meses y no había
tenido tiempo para la obligada visita.
Era
un sábado bañado por la luz del verano y perfumado por las flores y hortalizas
que rebosaban el mercado de las baserritarras. El hotel curtido por el tiempo
encerraba en sus paredes el encanto que tiene lo antiguo. Entre la luz y las
sombras se daba cita un revoltijo de lenguas y sus variados dejes. Pensaba…me suena…a
gallego, y, efectivamente, el señor, en cuestión, era galleguiño. Cuando le
conocí en su manera de hablar y razonar se
parecía a, Juan, el maestro. Junto con su mujer vendían hortalizas, al socaire.
En dos palabras las gentes del Hotel me recordaba las tertulias y debates que
escuchaba durante mis tiempos de emigrante en Sao Paulo.
El
Hotel de Portugalete aglutinaba un sin fin de procedencias y culturas. Unos
eran gallegos, otros, andaluces, asturianos y mezclaban sus lenguas y dichos sin recortes con los oriundos del lugar. Un
goce incomparable probé cuando, un compañero de facultad haciendo de anfitrión me acercó a la cocina. ¡Oh, Gloria celestial!
Estaba, allí. Sí, allí estaba, enorme ocupando, la pared ¡la bandera brasileña! Y en uno de los
rincones, apelotonados, un grupo de chavales seguían una partida de ajedrez.
Desde entonces, el Hotel de Portugalete, su entorno y sus gentes fueron uno de
los, dos, referentes socioculturales más importantes, en mi vida.
Todos
los sábados, en peregrinación por Portugalete. Amplié el recorrido sorteando
cuestas y recovecos, C/ Santa María, Chavarri, Coscojales, Cuesta de las
Maderas, El Ojillo…Las calles en pleno bullicio. Las tiendas y bares llenos.
Los olores frescos y los ademanes de sus
gentes, en animado y relajado cotilleo. Cuando terminaba de hacer las compras
entraba, en el Hotel, local de reunión por excelencia. Donde los portugalujos de todo tipo y
condición exponían los saberes y haberes de un pueblo.
María
Evangelina Cobo Zaballa
Castro-Urdiales (Cantabria)