Hace algunos años, en el homenaje al periodista Martínez Sol, dije que...
Hubiese
preferido no conocer de cerca a muchos hombres aureolados por la fama, porque,
al tocarlos de cerca se me pulverizaban entre los dedos como muñequitos de
barro; pero que había encontrado, amplias compensación a tales decepciones
descubriendo magníficos valores entre gente humilde e ignorada.
La
guerra ha venido a confirmarme esta experiencia. En la guerra hay mucha
escenografía. Lo de “teatro de la guerra” puede tener, muy justamente, más de
una acepción. El carácter trágico de la lucha, lejos de ahogar la ambición y la
vanidad, las fomenta y amplia, y a virtud de semejante estimulo surgen ídolos e
idolillos con mayor profusión aún si afanes de hegemonía política cooperan a
fabricar iconos. Por general, los caudillos popularizados se limitan a
arrogarse el mérito de las masas, sin que siquiera sus dotes directivas sirvan
para obtener mejores frutos de ese mérito anónimo. Del
héroe que se exhibe conviene desconfiar. El engreimiento es más propio de la
fantochearía que
del heroísmo, el cual, para serlo de veras, debe ser callado. Por eso entre un
augusto silencio - sin retratos, mensajes, interviús, reclamos ni más bambolla
periodística - surgen en la contienda y desaparecen arrastrados por la muerte,
envueltos casi siempre en la oscuridad los verdaderos héroes, los auténticos.
Anteanoche,
desde su puesto de trabajo, un hombre seguía anhelante el fantástico
espectáculo que ofrecían en el ciclo barcelonés cinco aviones fulgurando, en el
cruce de la trenza luminosa, formada por los reflectores, cuyos haces lechosos
servían de camino
a las lucecillas rojas de los trazadores. Los aviones - puntos brillantes bajo
el dosel blanco que, partido en cintas, pendía del firmamento - se alejaron
hacia el mar, donde se extinguían las luces centinelas de la ciudad. El
espectador anhelante comenzó a confiar a un compañero su programa de la jornada
siguiente: “A las seis de la mañana iré al puerto…”. De pronto se le corto el
habla, báñasele el rostro en sudor y el pecho se le oprimió terriblemente. El
corazón - ¡qué gran corazón! - dejo de latir, tras breves estertores. Varios
camaradas, conturbados y llorosos, rodearon el cadáver. Acababa de morir José
Cortázar Zaballa.
¿Quién ha
oído hablar, a lo largo de dos años de guerra, de José Cortázar Zaballa? ¿Dónde
se ha publicado su retrato? ¿Qué periodista le pidió declaraciones?¿Cuando han
aparecido escritos suyos que sirvieran para popularizar su nombre? El más
profundo silencio rodeó su actuación, y, sin embargo, Cortázar fue un héroe
auténtico.
Pertenecía
a la Marina de
guerra, como torpedista, y ha muerto con el grado de teniente, el mismo que
ostentaba en julio de 1936. Ni pidió ni admitió recompensas. Lo rechazó todo.
Todo menos las misiones arriesgadas. Y no ha habido en estos dos años crueles,
dentro y fuera de España, empresa relacionada con la Marina para
la cual fueran indispensables el valor, la sangre fría, el secreto y hasta la
astucia en que no se echara mano de Cortázar.
Hijo
de vascos, nacido en la desembocadura del Abra de Bilbao - en Castro-Urdiales
-, tenía la timidez externa y la decisión de fondo tan características de
aquella raza. Yo le recuerdo en mí despacho del ministerio de Defensa Nacional
con la mirada bajo, la voz queda y la boina girando lentamente entre las manos.
A veces, cuando terminada nuestra conversación, nos habíamos despedido,
Cortázar se detenía vacilante, cerca de la puerta. La boina seguía dando
vueltas en sus manos, que acariciaban la badana. Tenía que hacerme alguna
observación o sugerirme alguna idea y no se atrevía. Era preciso forzarlo a
hablar. Y, entonces - jamás para oponer reparos al cometido que se le
encomendaba-, surgían sus palabras juiciosas, dichas con balbuceo.
Sólo
en un pedazo de tierra leal era Cortázar popularísimo: en la isla de Menoría.
Cuando llegaban a Mahon vivieres, municiones o dinero, era siempre Cortázar el
jefe de la expedición marítima o aérea que los conducía.
No
solo fue admirada en Cortázar la intrepidez, sino también, la inteligencia.
Cuando, a mediados de abril, al llegar los facciosos al litoral mediterráneo,
se cortaron las comunicaciones terrestres desde
Cataluña
en el resto de España, Cortázar se encargó de organizar el servicio de
transportes marítimos, y lo hizo con tanta pericia, que durante tres meses y
medio los abastecimientos de aquella vasta zona se han venido realizando con
perfecta regularidad y sin el menor contratiempo.
Ahora
que ha
muerto Cortázar escribo su elogio. Antes no hubiera podido hacerlo sin herirle
en lo más profundo de su alma. Repugnaba las alabanzas de mismo modo que los
honores.
Y,
bajo mi firma, declaro que, entre los hombres de guerra que, como ministro, he
conocido, el mejor de todos era José Cortázar Zaballa. ¡Cuántos más, iguales a
él, estarán perdidos en el sagrado anonimato!
Indalecio Prieto
*
Documento: Texto, recogido de una copia. Busco el nombre del periódico donde se
publicó.
María
Evangelina Cobo Zaballa
Castro-Urdiales (Cantabria)